De mi más reciente cosecha es esta fantasía urbana oscura, o algo así, acerca de un niño de la calle que ve cosas que otros no.
Dejo el link de descarga El tren nocturno.epub
EL TREN NOCTURNO
Fue
una de tantas noches de calor cuando Papa vio por primera vez al plateado tren
nocturno. Casi se lo pierde, porque había ido a orinar al baño de mujeres, que
era el único de la estación que tenía la puerta rota. Alucinado, volvió
corriendo al andén todo lo que le dieron sus piernas de niño, justo a tiempo
para verlo alejarse por entre la nube de roña levantada a su paso y temblar al
son de la potente bocina. Era la hora del silencio, cuando la estación
permanecía cerrada, la Luna ya estaba bien alta y las sombras se agitaban.
Era la hora en la que
nunca pasaban trenes.
Desde siempre, Papa
pudo ver cosas que el resto de la gente no. En una ocasión, estaba sentado cerca
de la esquina a un par de cuadras de la estación.
-¿tenes una monedita, sñor?-
decía. O, si no: -¿me da algo pa comer, ñora?- Casi todos movían la cabeza
apenas, lo ignoraban. Otros: -No tengo.- Algunos, muy poquitos, sin mirarlo a
los ojos, le daban los centavos que les pinchaban el bolsillo y Papa metía todo
en los suyos, esos en los que no había agujeros-. Tenía el mismo pantaloncito
desde hacía años, creía, o desde que se lo diera Tortuga y una remera holgada,
cubierta de manchas y agujeros; el pelo sucio, sobre la cara y un rostro serio,
que rara vez reía. Cuando se cansaba de pedir, se sentaba en el escalón de
algún edificio o en el cordón de la vereda. Así vio pasar a una flaca, de pelo
oscuro y ropa informal que caminaba apurada; luego, con detalle, al coche azul
que doblaba la esquina a toda máquina, lo asaltó el agudo frenazo y el sonido
de un golpe seco. Algunas personas gritaron y pronto hubo un frenesí de
movimiento y la aglomeración de personas en el asfalto.
Segundos nomás tardó
Papa en llegar a la esquina y meterse entre la gente, pero a quien todos
rodeaban era una señora mayor que había tropezado y dejado caer sus bolsas.
-¿y la mina?- preguntó.
Nadie le prestó atención; ayudaban a la mujer a levantarse y a juntar sus
cosas. -¿y la mina?
La mina no estaba, ni
tampoco el auto. La calle estaba vacía.
En otra oportunidad,
vio un caballo cruzar tranquilo la calle y alejarse hacia la avenida. Papa trotó
para seguirlo, pero después de tres cuadras ya no pudo alcanzarlo. El caballo
parecía no tener miedo a los autos ni a la gente; los automovilistas y los
transeúntes no dieron cuenta de su presencia.
Lo más inquietante
había sucedido hacía como tres meses. Aquel día, y durante varias horas, un
bloque completo de edificios cedió su lugar a un terreno llano cubierto de
pasto crecido y árboles. ¿Qué pasaría con sus habitantes? El kiosquero de esa
vereda ni se mosqueó y el policía de la esquina tampoco hizo nada. Papa pasó un
buen rato recorriendo el terreno, un pibe solo, pateando piedritas, pero luego
tuvo que volver a seguir con sus rutinas. Al anochecer, los edificios reaparecieron
en su lugar habitual.
Para Papa, estos fenómenos
se diferenciaban poco de cualquier otra experiencia cotidiana y ya no le
llamaba la atención el hecho de que aparentemente sólo él las percibía. Del
tren nocturno apenas había tenido un atisbo, pero se le hacía que era de la
misma especial naturaleza.
Durante el verano, los
días más calurosos eran también los más lentos. Lentos y espesos como el barro
entre las vías. Para Papa, aquellos y todos los demás días de su vida comenzaban
a la madrugada: a despertarse antes de que lleguen las primeras personas a la
estación; a las seis pasaba el primer tren. Desde que se llevaran a Tortuga y a
los demás, él era el único que dormía ahí arriba, sobre el descanso del puente que
unía los andenes. Ni los guardias, ni nadie estaban al tanto de aquel lugar
seguro, tranquilo y secreto.
Después, el largo
proceso de conseguir algo para comer. A los que tenían diez u once años, como Papa,
les resultaba un poco más fácil. Pero sólo un poco. El que atendía a la mañana
el bar de la esquina solía darle una medialuna medio durita del día anterior. Pero
eso sucedía día por medio; a veces, si algún otro se le adelantaba, cada dos
días: Papa no era el único beneficiario del bar. Después de masticar un rato, pasaba
por el bebedero de la plaza y luego volvía al andén, a ver si había llegado
Mimí. Si no la encontraba, se iba a yirar solo.
Abrir puertas de taxis,
manguear a éstos y a aquéllos, ofrecerse a cargar cosas, pedir comida en los
locales.
Una vez, encontró a un
violinista tocando junto a una pared. Sin mucha ceremonia se acomodó a su lado
y, con total descaro, empezó a hacer palmas al
ritmo de la música. Aunque era claro que Papa carecía de oído musical, el
músico no le dijo nada, ni lo echó y al final de la jornada compartió la gorra
con él. Papa le ofreció la mitad de una milanesa que le habían regalado, pero
él no la aceptó. Aquel idilio duró varios días, pero luego el violinista no
apareció más. Intentó repetir la maniobra de acercamiento con uno que tocaba el
saxo, pero ése lo echó con mala cara.
Cada día convenía
alejarse de la estación algunas horas y caminar cinco cuadras. Allí, en aquella
avenida sin árboles, atestada de marquesinas, el sol caía en picado y rebotaba
en las baldosas y el asfalto; los autos y los bondis, a pleno, te taladraban
los oídos y a veces no podías respirar por el humo de los escapes. Sin embargo,
por ahí circulaba más gente, había más negocios de comidas que siempre tiraban bolsas
y cada tanto se le caía algo del
bolsillo a algún distraído. Si sabías moverte -Papa sabía-, las chances de
pasar hambre se achicaban.
Papa no tenía ningún
recuerdo de su padre, y de su madre conservaba la imagen borrosa de unos ojos
que no lo miraban nunca. Pero no siempre había estado solo. Un día conoció a Tortuga,
un adolescente de la calle con una enorme y oscura marca en la piel del cuello
y de media cara.
-¿y eso como te lo
hicistes?
-El novio de mi mamá se
enojó conmigo y me tiró el agua de la pava para el mate.- Se acarició allí, con
media sonrisa.- ¿Te asusta?
Papa, entonces, era
chiquito, pero ya casi nada lo asustaba: sólo sonrió; aunque evitó hacerlo
cuando le dijeron que era por el color de la piel quemada que lo llamaban Tortuga.
Después, aquél lo llevó con su ranchada y le enseñó las reglas de la calle.
Todo eso duró un buen tiempo, años quizás, y fue lo mejor de la vida para Papa.
Además, conoció a Mimí, quien sólo era mayor que él un par de años –ella, doce;
él, diez- y compartían breves juegos mientras yiraban. Siempre dividía con Papa
la comida regalada y a cambio, él le daba parte de lo que recaudaba si ella no
había tenido suerte. En muchas ocasiones, traía de su casa algún moretón en la
cara. Vivía con sus padres y varios hermanos, aunque tenía que yirar y llevar dinero
todos los días. No hablaba mucho sobre los golpes, pero se sabía que la madre
no era muy cariñosa y que el padre lo era demasiado.
Hacía tres tardes, los policías
habían llegado a la estación en una de esas camionetas azules, con rejas en las
ventanas y se habían llevado a los más grandes, incluyendo a Tortuga. Todos
habían estado trabajando para unos
tipos que, en pago, les daban remeras, zapatillas nuevas y comida. Tortuga
había decidido que ni Papa ni Mimí participaran de esas actividades por ser los
más chicos y aquello les había salvado de caer presos. Se quedaron escondidos
detrás de un kiosko, viendo cómo arrastraban de los pelos a los otros. La gente
que esperaba en las cercanas paradas de colectivos frunció el ceño, comentó por
lo bajo, pero ninguno intervino.
-Escuché
que El Loco hoy va a hacer alguna.- dijo Mimí la tarde siguiente, mientras
caminaban hacia la avenida.
Después de cuatro días
solos, las cosas cambiaron para ellos. Donde antes circulaban exclusivamente
los de la ranchada de Tortuga, ahora habían empezado a cruzarse pibes de otros
lados, que habían descubierto una zona nueva y sin competencia. Era inevitable
y para Papa y Mimí, algo nuevo. El líder de aquél grupo era El Loco, un
adolescente prepotente, de ojos inyectados en sangre, casi siempre intoxicado
con paco.
Papa arrugó la frente.
-¿que hace ese?
-Ayer subió arriba de
un kiosko de diarios y se mandó a bailar. Algún negocio sonaba la cumbia. Bailó
y hizo gestos a sus amigos. Iban todos re-puestos y cagándose de risa. Estaba
parado en el borde, trasca que casi se cae y… se agarró el pantalón, ahí abajo.
¡Todos se meaban!
Papa sonrió.
-¿aonde lo vistes hoy?
-Por ahí, donde están
las pantallas.
Llegaron a la esquina
más concurrida, donde gigantescos monitores electrónicos, allá colgados,
pasaban publicidades todo el día. Una, que repetían seguido, era sobre un
atleta que evitaba ser atropellado por un auto saltando y pisando sobre el capó
y el techo del mismo, hasta caer del otro lado, ileso. El Loco, un pibe dado a
los despliegues físicos, había decidido emular aquella proeza.
-El Loco va a saltar
sobre los autos- había informado un pibe roñoso, de la misma altura que Papa,
que estaba junto al cordón de la avenida. Debía estar dirigiéndose a alguien
más, porque miró a Papa con ojos extraños.
-¿Qué
miran?- Giró y cruzó a la otra vereda.
Esperaron un buen rato.
Mientras tanto, Papa iba observando a ese Loco y a sus amigos. En su mayoría
eran adolescentes y tenían tatuajes… Ex-presidiarios.
Llegó el momento en que
no hubo tantos coches en la calle, El Loco esperó a que abriera el semáforo. Los
autos arrancaron y se lanzó, de primera, delante del más cercano, un coche
bajito de dos puertas. Saltó, logró pisar el capó, pero golpeó la cadera contra
el parabrisas y terminó en el asfalto.
-¡Qué pelotudo, se cayó!-
gritó Mimí.
El conductor del auto
frenó de inmediato y salió con cara de espanto, pero El Loco ya estaba de pie,
sonreía y se alejaba a paso rápido. Sus amigos gritaban, vitoreaban y reían.
Papa vio cómo la ranchada de El Loco admiraba aquella actitud osada, aunque no
parecía que ninguno pudiera atreverse a imitarlo. También vio algo más: el pibe
roñoso que les había hablado se acercó al Loco y le comentó algo cerca. Ambos
miraron hacia donde estaban Papa y Mimí. El Loco, ahora serio, les cabeceó, los
señaló y les gritó algo. Desde donde estaban, no podían escucharlo, entonces
Papa devolvió el cabezazo y cada uno se fue por su lado.
Aquella noche, solo, en
la estación, volvió a ver el tren.
Acurrucado, medio
dormido contra la reja de la escalera, oyó una bocina espantosa quebrar la
noche y ahuyentar a los fantasmas. Se incorporó de inmediato y quedó duro
mirando hacia la curva de las vías, allá, a doscientos metros. Los trenes que
circulaban a diario por allí no tenían locomotora, sino que eran manejados
desde una cabina en el primer vagón. Aquél, el que aparecía por detrás de unos
árboles linderos y ya se acercaba a la estación, sí: era una máquina vieja, fea,
amarilla y oxidada que transpiraba polvo y vapor, años y furia. Tras ella,
muchos vagones sucios y despintados. El golpeteo de su motor martilleaba las
vías, los andenes y todo: TRÁCATACA-TRÁCATACA, TRÁCATACA-TRÁCATACA. Ritmo e
impulso, martillo y bocina.
Papa bajó unos tramos
de escalera, temeroso de ser visto. Cuando la locomotora pasó junto al puente,
el sonido abrumador impactó contra su cuerpo, le revolvió el pelo, pero él no
se movió y la vio deslizarse imparable, arrastrando su carga. Las ventanillas de
los vagones permanecían con los vidrios levantados y pasaban delante de sus
ojos como negras pantallas de televisor, sugiriendo el interior. Papa achinó
los ojos pero allí no logró distinguir nada, las luces iban apagadas. Tras otro
bocinazo, el tren alcanzó el extremo alejado del andén y se perdió en la noche
con un bamboleo salvaje.
Una
tarde, Mimí apareció golpeada de nuevo. Toda seria, guardó silencio un buen
rato, mientras se tocaba los moretones de la cara. Papa no le preguntó nada,
pero no hubo mucha oportunidad de pensar en eso, porque fue esa vez cuando se
cruzaron por fin con el Loco. Habían ido a una parada de taxis a abrir y cerrar
puertas por monedas. Esto no siempre funcionaba, porque a veces aparecía algún policía
que los echaba y había que buscar otra cosa. En esa oportunidad no hubo uniformado,
pero sí competencia: el Loco y un par más atendían
a los pasajeros y no les estaba yendo mal.
-¡Amigo!
¿Con quién andan ustedes?- dijo el Loco, en cuanto los vió.
Papa
pensó rápido.
-con
tortuga y ocho máh. en esta parada siempre trabajamo nosotros.
El
Loco lo miró muy serio. No era una mirada agradable.
-Buem…
Tal vez podamos trabajar todos. ¿Dónde está Tortuga?
-por
ahí.
El
Loco le hizo una seña a un pibe, avisándole de un taxi que llegaba.
-¡Tortuga!
Yo escuché que los ratis se lo llevaron. Va a estar adentro para siempre, o no sé…
-Los
ratis se lo quisieron llevar, pero no lo encontraron- intervino Mimí -Tortuga
siempre anda medio escondido.
El
Loco pareció descubrir entonces a Mimí y la contempló con interés un buen rato.
A ella ya le abultaban las tetas y como el pantalón le quedaba medio chico, se
le metía en el culo. Aquello parecía interesar al Loco y Papa tenía bien claro
qué significaba esa mirada. A los diez años, si vivías en la calle, entendías
todo.
-Buem…
¡No sé! ¡No sé!- giró la mirada para vigilar a sus amigos y siguió hablando
así, sin dirigirles la vista -Si lo ven, le avisan que acá estamos todos en la
misma. Mientras tanto, ustedes pasen siempre por la plaza, allá, atrás del
kiosko. Ahí nos ayudamos todos. El que tiene ayuda al que no tiene. Vengan a la
noche. De paso, los veo. No quiero que les pase nada, ya que son tan chiquitos
y andan solos.
Mimí
elevó la voz.
-No
estamos solos, estamos con…
-¡Ya
sé!- volvió a mirarla de lleno- ¿Cómo te llamás, nena?
-Mimí.
-Estos
son mis amigos, Suela y Chapita. -El aspecto de aquellos dos pibes dejaba bien
claro sus nombres. Por otra parte, parecía que el Loco no consideraba necesario
presentarse a sí mismo. -¿Y vos, enano?
-papa.
-¿Papa?
¿Te van a hacer puré? ¡Já!- Los amigos escupieron carcajadas. -¿Quién te puso
Papa? ¿El verdulero?
-ese.
una vez le cargué las bolsas y cuando me pagó, dijo había quedao tapado de
tierra, como una papa.
El
Loco se rió mucho, pero no resultaba una risa muy sincera; luego señaló a uno
de los pibes, aunque sin mirarlo.
-A
mi amigo Suela, le dicen Suela porque hace seis meses que no se saca las
llantas. ¿Y eso porqué, eh? ¿Por qué no te las sacabas, Suela?
-No
me las sacaba porque tenía miedo que me las chorearan, Loco. Cuando te dormís
en la calle, te chorean.- respondió Suela, sacándose los mocos con un dedo.
-¿Y
qué te pasó con las llantas?- el Loco hablaba con los ojos clavados un rato en
los de Papa, un rato en los de Mimí.
-Se
me pegaron a las patas, Loco. Ya no me las puedo sacar más.
El
Loco movía la cabeza con las cejas muy juntas, parecía preocupado.
-¿Con
quién andabas, Suela?
-No
andaba con nadie. Andaba solito. Solito, nomás.
-Por
eso…- y ahí el Loco torció el gesto- conviene no andar solo. Acá, en la calle,
no podes andar solo... amigo. ¿Ven? Chapita siempre lleva una navaja, porque la
calle es muuuy peligrosa. Mostrales, Chapita, mostrales.
Chapita
todo lo que hizo fue palmearse el bolsillo del culo.
-Por
las dudas.- confirmó -Por si me quieren chorear. Si me quieren chorear, me
defiendo. Tengo con qué defenderme.
El
Loco lo miró con el ceño fruncido.
-Pero
no te hace falta, ¿no es cierto, Chapita?
Pareció
que Chapita se pensó mejor lo que tenía que responder.
-No.
Porque estoy con mis amigos. Pero siempre la tengo acá… para ayudar a mis
amigos- y volvió a golpearse el bolsillo.
Aquellos
pibes le llevaban años a Papa, pero él no era ningún tarado. No le impresionaba
nada de lo que ese Loco hacía o decía y mucho menos lo de los otros dos bobos. Estos
se creían que porque era chiquito no entendía nada. Pescó cada una de las
exigencias y amenazas escondidas y había intentado disimular lo mejor que pudo.
Sin embargo, no se engañaba; si el Loco daba la orden, él y Mimí, siendo más
chicos, podían salir lastimados. En aquel bolsillo sí había una navaja.
Tomó a su amiga del
brazo.
-le
va a avisar a tortuga, si lo vemo- y se alejaron.
-Sí,
sí. Decile. ¡Tranquilo, amigo!- lo oyeron responder y luego unas risas.
Esa misma noche, Papa
convenció a Mimí para que se quedara con él.
-Si hoy no vuelvo a mi
casa, mañana tengo problema.- le dijo ella.
-cuando vas, también
tenes ¿no? no vuelvas nunca y listo.
Ella no contestó y lo
siguió. Ya era muy tarde y Papa la llevó a una calle lateral a la estación y a
la parte trasera de un puesto de flores clausurado, un lugar mal iluminado y
poco transitado. Allí, la alambrada estaba cortada y vuelta a unir con hilos.
Tal como Tortuga le había enseñado y como hacía todas las noches, Papa desató y
habilitó el paso. Confirmaron que nadie los viera y se metieron. Mientras Papa
volvía a atar todo, ella le dijo:
-Tres hermanos míos ya
no vuelven a la casa. Hace un par de vueltas que no los veo.
-hoy
quedate aca. aca no viene nadie.
Comieron una pizza fría
y tomaron vino de un cartón. Luego, agotados, se echaron boca abajo contra el
piso metálico del puente de la estación. La noche era calurosa y la chapa sucia
apenas les refrescaba la piel. Mimí apoyaba uno de sus moretones y presionaba
con los ojos cerrados. Cada tanto, Papa levantaba la cabeza y espiaba la curva
de la vía, por allá al fondo.
-a la noche pasa un tren.- empezó Papa.
Mimí dio la vuelta y se
acostó de espaldas. Él la imitó. Un cielo de verano los esperaba.
-De noche nunca pasa el
tren.- murmuró ella. Pero, ¿en qué pensaba realmente? Papa estudió su perfil lastimado
y en sombras; trató de imaginarla en su casa, lidiando con esa familia. No
pudo. Oler mal, pedir monedas, escaparle al policía, estar solo: eso era todo
lo que Papa conocía.
-¿te duele?- le dijo.
-Cuando me lo hace.
Después no me importa.
Estuvieron un buen rato
en silencio y Papa ya se quedaba dormido, cuando sintió un temblor en la
espalda. Se levantó de un salto.
-¿Qué?-
gritó Mimí.
-¡vamo
abajo!
Vio
que aunque ella no entendía, igual lo siguió con el cartón en la mano. Cuando
llegaron casi al pie de la escalera, una bocina aulló, el temblor se transformó
en traqueteo y el traqueteo en convulsión. El tren nocturno ya tocaba los
andenes.
-¿Quién
viaja a esta hora?- preguntó ella, dándole un sorbo al vino.
-nadie.
nunca viaja nadie. este pasa y no para.
-¡Vamos
a ver!
El
rugido de la locomotora sofocó sus voces y pronto la tuvieron al lado. Mimí
miraba todo, fascinada, saboreando sonidos y olores, a medida que la invadían
con violencia. Papa señaló el interior de los vagones que volaban junto a
ellos. Allí reinaba la penumbra, pero esta vez ambos lograron atisbar sombras y
contornos de siluetas que se movían. De pronto, Mimí lanzó un aullido, saltó
sobre el andén y arrojó el envase de vino, que se estrelló contra el costado
del último vagón, haciendo enchastre.
Se despatarraron de
risa.
Pasaron
unos días. Papa y Mimí continuaron con sus rutinas, pero cada vez se hacía más
difícil esquivar al Loco y su grupo. A veces, los veían del otro lado de la
avenida y alguno les mandaba un cabezazo, que Papa contestaba con cara de
yonofuí. Nunca pasaron por la plaza, allá, atrás del kiosco, a que los vean y, a la larga, eso
tendría un precio. Parecía que los días de yirar solos se estaban terminando.
Esa
tarde, Mimí se acercó corriendo a Papa. La cara pálida, los ojos perdidos, la
mandíbula endurecida.
-Lo
ví a él. Vamos. Acabo de verlo.- y lo tomó de la mano. Caminaron ligero.
-¿a
quien? ¿a quien vistes?
-A
mi papá. Me anda buscando. Sabe que siempre ando por acá y, como no volví más,
ahora vino a buscarme.
Papa
miró hacia atrás, por donde ella había venido.
-¿ahonde
lo vistes?
-Allá,
en la avenida. Iba… caminaba entre la gente. Me está buscando.
-¿y
te vio?
Mimí
miró hacia atrás, hacía tres o cuatro o cinco noches que no iba a dormir a su
casa. Habló con miedo en los ojos.
-Creo
que no.
El
resto de la tarde permanecieron escondidos por ahí, aunque lograron conseguir
unos sandwiches y un cartón de vino para la noche. Mimí parecía aterrada, pero
en sus ojos Papa creía ver atisbos de una batalla perdida, o como si se le
hubiera pegado una melodía fea en la cabeza y no se la pudiera sacar. ¿Estaría
pensando en volver a su casa?
-No
conozco otro lugar. ¿Adónde voy a ir?- dijo con la mirada adormecida.
-si
mañana lo vemo e vuelta, subimo al tren y vamos para alla, pal rio. en el tren
ya no piden el boleto. un vez conoci a uno que fue para el lado del rio y asi, no
se quiso quedar con tortuga, vive alla seguro. yiramos por alla.
Creyeron ver el cielo
cubrirse de gris y la ciudad entera vaciarse de sombras. Pero arriba de sus
cabezas no había ni una nube y el sol ardía como nunca.
Esa
noche, la oscuridad en la estación habría sido total de no ser por la Luna, que
brillaba plena sobre ellos. Su luz fantasmal había secuestrado los colores y
los brillos de las vías enceguecían a los merodeadores que a esas horas salían
a buscar respuestas.
Se
sentaron en los primeros escalones. Mimí parecía más calmada. Sacó dos sandwiches
de la bolsa y empezaron a comer; compartieron el vino mientras masticaban en
silencio, al ritmo de la brisa nocturna. Papa decidió que no hacía falta
hablar, si ella no estaba de ánimo, si se sentía así de relajada ahí, en la
estación de trenes cerrada. Además, no quería perder de vista la vía, allá
donde los rieles se curvaban, a doscientos metros y, después de varias noches,
Mimí también se había enganchado en el juego, pues el tren nocturno no pasaba
siempre.
De pronto las sombras
en la estación, que hasta ese momento se habían comportado como estatuas,
comenzaron a moverse.
-¡arriba!-
murmuró Papa, poniéndose de pie sin dejar de comer.
Mimí
achinó los ojos.
-Yo
no veo el…
-es
el loco y los demás. ¡dale, subi!
-¿Cómo
puede ser?- Mimí, indignada.
-es
un hijo e puta, eso es lo que es. nos vieron entrar por la alambrada. vamo bien
arriba, por ahi no nos vieron.
Un
silbido agudo atravesó la noche. Papa quedó congelado en el lugar por un
instante, luego giró, agarrado a la baranda y miró hacia las lejanas vías.
El
tren nocturno se acercaba a la estación.
Al
mismo tiempo pudo percatarse de que sobre ambos andenes caminaban con cierta
tensión los pibes del Loco. Serían nueve o diez y se dirigían a paso firme
hacia las escaleras; varios, con palos en las manos. Algunos se dieron vuelta
al escuchar la bocina.
-¿Qué
onda, Papa? ¿Qué estás haciendo acá, amigo?- La voz aguda del Loco pareció
adquirir cuerpo y retumbó de manera siniestra en el cemento roñoso, de tal modo
que no se distinguía su origen. ¿Estaba en este andén o en aquél?
El
tren entró en la estación con su retumbo enajenado. Papa mantuvo silencio. Mimí
y él se quedaron duros en el último escalón, tras una delgada columna de
hierro. No había misterio sobre porqué el Loco estaba allí. Tal vez si se
quedaban quietos...
-¡Amigo!-
gritó el Loco. -Te pedí que pasaras por la plaza y no fuiste. ¿Qué onda?
¿Laburás en nuestro territorio y te cortás solito? ¡Eso no se hace, amigo!
La
locomotora ya se acercaba al puente y pareció que Mimí ya no aguantaba más.
-¡Era
el territorio de Tortuga, hijo de puta!
Al escuchar eso, el
Loco y los otros se lanzaron corriendo hacia las escaleras. El ruido del tren
tapó los golpes de sus suelas cuando comenzaron a pisar los escalones. Papa la
agarró del brazo y la arrastró hasta casi la mitad de la plataforma metálica. Quedaron
justo encima de la vía por donde el tren estaba a punto de pasar. Enseguida, la
ranchada del Loco llegó arriba, a los extremos del puente.
-¡Subí!-
gritó Papa y con rapidez trepó por la baranda para colgarse del lado de afuera,
de un brazo y una pierna.
-¡Qué…-
arrancó Mimí, pero ni ella misma pudo oírse. La locomotora ya pasaba a no más
de un metro bajo ellos y los pibes corrían en su dirección. Trepó y se colgó.
Uno,
dos, tres vagones y a un grito de Papa, saltaron…
Abajo,
con todo.
Papa se dobló un pie al
pegar violentamente contra el techo, el dolor lo desorientó, gritó. Mimí cayó
de panza, perdió el aire y nada más. Ambos se aferraron a un saliente que
parecía una caja con ranuras. Allí quedaron unos segundos, la vista clavada en
la pintura sucia del vagón. Instantes más tarde y pese al estruendo de aquella
diabólica locomotora, sintieron un golpe sordo… ¿Lo habían sentido realmente?
Fue apenas un susurro y a continuación…
-¡Papa! ¡Hijo de puta!
Papa y Mimí torcieron
el cuello y miraron de refilón hacia atrás. El Loco también había saltado. El
puente y los pibes, allá clavados, se alejaban cada vez más y ninguno de
aquellos pusilánimes se animaría a saltar nunca. El tren dejó la estación a
toda velocidad mientras el Loco, varios vagones atrás, se paraba, la cara dura,
los ojos desorbitados, intentando caminar hacia ellos: parecía dominado por el
terror, logró encontrar un ritmo lento, pero enseguida empezó a acelerar. Pegó
el salto, tenso, al siguiente vagón y ganó confianza. Papa y Mimí, con el miedo
en sus sucias caras, lo vieron acercarse. Un vagón, otro, otro más. Cuando
saltó hacia el que ellos estaban, algo sucedió. ¿Un patinazo? El tren pegó un sacudón
salvaje, un espasmo febril, el Loco perdió el equilibrio, agitó el cuerpo, una
brazada agónica, salió disparado hacia un costado y desapareció abajo en un
suspiro. Si gritó, no fue escuchado.
Papa miró asustado a
Mimí.
-¡vamo!- gritó.
La locomotora.
El rugido les llegaba
en oleadas abrasivas, junto con el calor y la metálica pestilencia a medida que
se arrastraban hacia adelante. Raspaban codos y rodillas, escupían y tosían. El
espacio entre vagones fue superado con el mayor de los miedos, pisando en un
saliente inferior, agarrándose a otro y ayudándose mutuamente. Al fin, el primer
vagón y el enganche con la máquina, unos caños y agarraderas, otros salientes y
más bordecitos. Abajo, a menos de tres metros, volaba y retrocedía un suelo de
piedritas, pasto y fantasmales durmientes.
Bajaron.
La locomotora tenía un
caminito a ambos costados, con barandas de seguridad. Caminaron sacudiéndose
como en un baile hacia la pequeña puerta de acceso, Papa con una ligera
renguera. La puerta de metal caliente se resistió y por fin se abrió, casi
rebota contra la pared de la locomotora, vuelve y les pega en el momento en que
entran.
La cabina estaba vacía.
Los olores, los ruidos
que inundaban y hostigaban el exterior, allí habían desaparecido. Permanecía un
ligero recuerdo de aceite y un murmullo de motores. ¿Cómo era posible? Papa se
acercó de un doloroso salto a los controles. Palancas, botones de colores,
luces pálidas: no tocó nada. Todo parecía estar vivo, en plena actividad y
clara decisión.
En el exterior, accionada
por nadie, la aguda bocina lanzó su alarido animal.
Mimí se acercó a una
ventanita que había sobre el lado derecho, movió una traba, la abrió. Tenía que
estar en puntas de pié para poder asomar la cara, pero no le importó. Papa hizo
lo mismo con la de la izquierda. El viento les barrió las caras y se llevó lejos
al miedo. El tren no aflojó la marcha y pareció dirigirse hacia parajes más
iluminados.
Nunca más los volvieron
a ver.