viernes, 26 de junio de 2015

EL TREN NOCTURNO








     De mi más reciente cosecha es esta fantasía urbana oscura, o algo así, acerca de un niño de la calle que ve cosas que otros no.


Dejo el link de descarga  El tren nocturno.epub








 EL TREN NOCTURNO








            Fue una de tantas noches de calor cuando Papa vio por primera vez al plateado tren nocturno. Casi se lo pierde, porque había ido a orinar al baño de mujeres, que era el único de la estación que tenía la puerta rota. Alucinado, volvió corriendo al andén todo lo que le dieron sus piernas de niño, justo a tiempo para verlo alejarse por entre la nube de roña levantada a su paso y temblar al son de la potente bocina. Era la hora del silencio, cuando la estación permanecía cerrada, la Luna ya estaba bien alta y las sombras se agitaban.
Era la hora en la que nunca pasaban trenes.


Desde siempre, Papa pudo ver cosas que el resto de la gente no. En una ocasión, estaba sentado cerca de la esquina a un par de cuadras de la estación.
-¿tenes una monedita, sñor?- decía. O, si no: -¿me da algo pa comer, ñora?- Casi todos movían la cabeza apenas, lo ignoraban. Otros: -No tengo.- Algunos, muy poquitos, sin mirarlo a los ojos, le daban los centavos que les pinchaban el bolsillo y Papa metía todo en los suyos, esos en los que no había agujeros-. Tenía el mismo pantaloncito desde hacía años, creía, o desde que se lo diera Tortuga y una remera holgada, cubierta de manchas y agujeros; el pelo sucio, sobre la cara y un rostro serio, que rara vez reía. Cuando se cansaba de pedir, se sentaba en el escalón de algún edificio o en el cordón de la vereda. Así vio pasar a una flaca, de pelo oscuro y ropa informal que caminaba apurada; luego, con detalle, al coche azul que doblaba la esquina a toda máquina, lo asaltó el agudo frenazo y el sonido de un golpe seco. Algunas personas gritaron y pronto hubo un frenesí de movimiento y la aglomeración de personas en el asfalto.
Segundos nomás tardó Papa en llegar a la esquina y meterse entre la gente, pero a quien todos rodeaban era una señora mayor que había tropezado y dejado caer sus bolsas.
-¿y la mina?- preguntó. Nadie le prestó atención; ayudaban a la mujer a levantarse y a juntar sus cosas. -¿y la mina?
La mina no estaba, ni tampoco el auto. La calle estaba vacía.
En otra oportunidad, vio un caballo cruzar tranquilo la calle y alejarse hacia la avenida. Papa trotó para seguirlo, pero después de tres cuadras ya no pudo alcanzarlo. El caballo parecía no tener miedo a los autos ni a la gente; los automovilistas y los transeúntes no dieron cuenta de su presencia.
Lo más inquietante había sucedido hacía como tres meses. Aquel día, y durante varias horas, un bloque completo de edificios cedió su lugar a un terreno llano cubierto de pasto crecido y árboles. ¿Qué pasaría con sus habitantes? El kiosquero de esa vereda ni se mosqueó y el policía de la esquina tampoco hizo nada. Papa pasó un buen rato recorriendo el terreno, un pibe solo, pateando piedritas, pero luego tuvo que volver a seguir con sus rutinas. Al anochecer, los edificios reaparecieron en su lugar habitual.
Para Papa, estos fenómenos se diferenciaban poco de cualquier otra experiencia cotidiana y ya no le llamaba la atención el hecho de que aparentemente sólo él las percibía. Del tren nocturno apenas había tenido un atisbo, pero se le hacía que era de la misma especial naturaleza.


Durante el verano, los días más calurosos eran también los más lentos. Lentos y espesos como el barro entre las vías. Para Papa, aquellos y todos los demás días de su vida comenzaban a la madrugada: a despertarse antes de que lleguen las primeras personas a la estación; a las seis pasaba el primer tren. Desde que se llevaran a Tortuga y a los demás, él era el único que dormía ahí arriba, sobre el descanso del puente que unía los andenes. Ni los guardias, ni nadie estaban al tanto de aquel lugar seguro, tranquilo y secreto.
Después, el largo proceso de conseguir algo para comer. A los que tenían diez u once años, como Papa, les resultaba un poco más fácil. Pero sólo un poco. El que atendía a la mañana el bar de la esquina solía darle una medialuna medio durita del día anterior. Pero eso sucedía día por medio; a veces, si algún otro se le adelantaba, cada dos días: Papa no era el único beneficiario del bar. Después de masticar un rato, pasaba por el bebedero de la plaza y luego volvía al andén, a ver si había llegado Mimí. Si no la encontraba, se iba a yirar solo.
Abrir puertas de taxis, manguear a éstos y a aquéllos, ofrecerse a cargar cosas, pedir comida en los locales.
Una vez, encontró a un violinista tocando junto a una pared. Sin mucha ceremonia se acomodó a su lado y, con total descaro, empezó a hacer palmas al ritmo de la música. Aunque era claro que Papa carecía de oído musical, el músico no le dijo nada, ni lo echó y al final de la jornada compartió la gorra con él. Papa le ofreció la mitad de una milanesa que le habían regalado, pero él no la aceptó. Aquel idilio duró varios días, pero luego el violinista no apareció más. Intentó repetir la maniobra de acercamiento con uno que tocaba el saxo, pero ése lo echó con mala cara.
Cada día convenía alejarse de la estación algunas horas y caminar cinco cuadras. Allí, en aquella avenida sin árboles, atestada de marquesinas, el sol caía en picado y rebotaba en las baldosas y el asfalto; los autos y los bondis, a pleno, te taladraban los oídos y a veces no podías respirar por el humo de los escapes. Sin embargo, por ahí circulaba más gente, había más negocios de comidas que siempre tiraban bolsas y cada tanto se le caía algo del bolsillo a algún distraído. Si sabías moverte -Papa sabía-, las chances de pasar hambre se achicaban.
Papa no tenía ningún recuerdo de su padre, y de su madre conservaba la imagen borrosa de unos ojos que no lo miraban nunca. Pero no siempre había estado solo. Un día conoció a Tortuga, un adolescente de la calle con una enorme y oscura marca en la piel del cuello y de media cara.
-¿y eso como te lo hicistes?
-El novio de mi mamá se enojó conmigo y me tiró el agua de la pava para el mate.- Se acarició allí, con media sonrisa.- ¿Te asusta?
Papa, entonces, era chiquito, pero ya casi nada lo asustaba: sólo sonrió; aunque evitó hacerlo cuando le dijeron que era por el color de la piel quemada que lo llamaban Tortuga. Después, aquél lo llevó con su ranchada y le enseñó las reglas de la calle. Todo eso duró un buen tiempo, años quizás, y fue lo mejor de la vida para Papa. Además, conoció a Mimí, quien sólo era mayor que él un par de años –ella, doce; él, diez- y compartían breves juegos mientras yiraban. Siempre dividía con Papa la comida regalada y a cambio, él le daba parte de lo que recaudaba si ella no había tenido suerte. En muchas ocasiones, traía de su casa algún moretón en la cara. Vivía con sus padres y varios hermanos, aunque tenía que yirar y llevar dinero todos los días. No hablaba mucho sobre los golpes, pero se sabía que la madre no era muy cariñosa y que el padre lo era demasiado.
Hacía tres tardes, los policías habían llegado a la estación en una de esas camionetas azules, con rejas en las ventanas y se habían llevado a los más grandes, incluyendo a Tortuga. Todos habían estado trabajando para unos tipos que, en pago, les daban remeras, zapatillas nuevas y comida. Tortuga había decidido que ni Papa ni Mimí participaran de esas actividades por ser los más chicos y aquello les había salvado de caer presos. Se quedaron escondidos detrás de un kiosko, viendo cómo arrastraban de los pelos a los otros. La gente que esperaba en las cercanas paradas de colectivos frunció el ceño, comentó por lo bajo, pero ninguno intervino.


            -Escuché que El Loco hoy va a hacer alguna.- dijo Mimí la tarde siguiente, mientras caminaban hacia la avenida.
Después de cuatro días solos, las cosas cambiaron para ellos. Donde antes circulaban exclusivamente los de la ranchada de Tortuga, ahora habían empezado a cruzarse pibes de otros lados, que habían descubierto una zona nueva y sin competencia. Era inevitable y para Papa y Mimí, algo nuevo. El líder de aquél grupo era El Loco, un adolescente prepotente, de ojos inyectados en sangre, casi siempre intoxicado con paco.
Papa arrugó la frente.
-¿que hace ese?
-Ayer subió arriba de un kiosko de diarios y se mandó a bailar. Algún negocio sonaba la cumbia. Bailó y hizo gestos a sus amigos. Iban todos re-puestos y cagándose de risa. Estaba parado en el borde, trasca que casi se cae y… se agarró el pantalón, ahí abajo. ¡Todos se meaban!
Papa sonrió.
-¿aonde lo vistes hoy?
-Por ahí, donde están las pantallas.
Llegaron a la esquina más concurrida, donde gigantescos monitores electrónicos, allá colgados, pasaban publicidades todo el día. Una, que repetían seguido, era sobre un atleta que evitaba ser atropellado por un auto saltando y pisando sobre el capó y el techo del mismo, hasta caer del otro lado, ileso. El Loco, un pibe dado a los despliegues físicos, había decidido emular aquella proeza.
-El Loco va a saltar sobre los autos- había informado un pibe roñoso, de la misma altura que Papa, que estaba junto al cordón de la avenida. Debía estar dirigiéndose a alguien más, porque miró a Papa con ojos extraños.
            -¿Qué miran?- Giró y cruzó a la otra vereda.
Esperaron un buen rato. Mientras tanto, Papa iba observando a ese Loco y a sus amigos. En su mayoría eran adolescentes y tenían tatuajes… Ex-presidiarios.
Llegó el momento en que no hubo tantos coches en la calle, El Loco esperó a que abriera el semáforo. Los autos arrancaron y se lanzó, de primera, delante del más cercano, un coche bajito de dos puertas. Saltó, logró pisar el capó, pero golpeó la cadera contra el parabrisas y terminó en el asfalto.
-¡Qué pelotudo, se cayó!- gritó Mimí.
El conductor del auto frenó de inmediato y salió con cara de espanto, pero El Loco ya estaba de pie, sonreía y se alejaba a paso rápido. Sus amigos gritaban, vitoreaban y reían. Papa vio cómo la ranchada de El Loco admiraba aquella actitud osada, aunque no parecía que ninguno pudiera atreverse a imitarlo. También vio algo más: el pibe roñoso que les había hablado se acercó al Loco y le comentó algo cerca. Ambos miraron hacia donde estaban Papa y Mimí. El Loco, ahora serio, les cabeceó, los señaló y les gritó algo. Desde donde estaban, no podían escucharlo, entonces Papa devolvió el cabezazo y cada uno se fue por su lado.


Aquella noche, solo, en la estación, volvió a ver el tren.
Acurrucado, medio dormido contra la reja de la escalera, oyó una bocina espantosa quebrar la noche y ahuyentar a los fantasmas. Se incorporó de inmediato y quedó duro mirando hacia la curva de las vías, allá, a doscientos metros. Los trenes que circulaban a diario por allí no tenían locomotora, sino que eran manejados desde una cabina en el primer vagón. Aquél, el que aparecía por detrás de unos árboles linderos y ya se acercaba a la estación, sí: era una máquina vieja, fea, amarilla y oxidada que transpiraba polvo y vapor, años y furia. Tras ella, muchos vagones sucios y despintados. El golpeteo de su motor martilleaba las vías, los andenes y todo: TRÁCATACA-TRÁCATACA, TRÁCATACA-TRÁCATACA. Ritmo e impulso, martillo y bocina.
Papa bajó unos tramos de escalera, temeroso de ser visto. Cuando la locomotora pasó junto al puente, el sonido abrumador impactó contra su cuerpo, le revolvió el pelo, pero él no se movió y la vio deslizarse imparable, arrastrando su carga. Las ventanillas de los vagones permanecían con los vidrios levantados y pasaban delante de sus ojos como negras pantallas de televisor, sugiriendo el interior. Papa achinó los ojos pero allí no logró distinguir nada, las luces iban apagadas. Tras otro bocinazo, el tren alcanzó el extremo alejado del andén y se perdió en la noche con un bamboleo salvaje.


            Una tarde, Mimí apareció golpeada de nuevo. Toda seria, guardó silencio un buen rato, mientras se tocaba los moretones de la cara. Papa no le preguntó nada, pero no hubo mucha oportunidad de pensar en eso, porque fue esa vez cuando se cruzaron por fin con el Loco. Habían ido a una parada de taxis a abrir y cerrar puertas por monedas. Esto no siempre funcionaba, porque a veces aparecía algún policía que los echaba y había que buscar otra cosa. En esa oportunidad no hubo uniformado, pero sí competencia: el Loco y un par más atendían a los pasajeros y no les estaba yendo mal.
            -¡Amigo! ¿Con quién andan ustedes?- dijo el Loco, en cuanto los vió.
            Papa pensó rápido.
            -con tortuga y ocho máh. en esta parada siempre trabajamo nosotros.
            El Loco lo miró muy serio. No era una mirada agradable.
            -Buem… Tal vez podamos trabajar todos. ¿Dónde está Tortuga?
            -por ahí.
            El Loco le hizo una seña a un pibe, avisándole de un taxi que llegaba.
            -¡Tortuga! Yo escuché que los ratis se lo llevaron. Va a estar adentro para siempre, o no sé…
            -Los ratis se lo quisieron llevar, pero no lo encontraron- intervino Mimí -Tortuga siempre anda medio escondido.
            El Loco pareció descubrir entonces a Mimí y la contempló con interés un buen rato. A ella ya le abultaban las tetas y como el pantalón le quedaba medio chico, se le metía en el culo. Aquello parecía interesar al Loco y Papa tenía bien claro qué significaba esa mirada. A los diez años, si vivías en la calle, entendías todo.
            -Buem… ¡No sé! ¡No sé!- giró la mirada para vigilar a sus amigos y siguió hablando así, sin dirigirles la vista -Si lo ven, le avisan que acá estamos todos en la misma. Mientras tanto, ustedes pasen siempre por la plaza, allá, atrás del kiosko. Ahí nos ayudamos todos. El que tiene ayuda al que no tiene. Vengan a la noche. De paso, los veo. No quiero que les pase nada, ya que son tan chiquitos y andan solos.
            Mimí elevó la voz.
            -No estamos solos, estamos con…
            -¡Ya sé!- volvió a mirarla de lleno- ¿Cómo te llamás, nena?
            -Mimí.
            -Estos son mis amigos, Suela y Chapita. -El aspecto de aquellos dos pibes dejaba bien claro sus nombres. Por otra parte, parecía que el Loco no consideraba necesario presentarse a sí mismo. -¿Y vos, enano?
            -papa.
            -¿Papa? ¿Te van a hacer puré? ¡Já!- Los amigos escupieron carcajadas. -¿Quién te puso Papa? ¿El verdulero?
            -ese. una vez le cargué las bolsas y cuando me pagó, dijo había quedao tapado de tierra, como una papa.
            El Loco se rió mucho, pero no resultaba una risa muy sincera; luego señaló a uno de los pibes, aunque sin mirarlo.
            -A mi amigo Suela, le dicen Suela porque hace seis meses que no se saca las llantas. ¿Y eso porqué, eh? ¿Por qué no te las sacabas, Suela?
            -No me las sacaba porque tenía miedo que me las chorearan, Loco. Cuando te dormís en la calle, te chorean.- respondió Suela, sacándose los mocos con un dedo.
            -¿Y qué te pasó con las llantas?- el Loco hablaba con los ojos clavados un rato en los de Papa, un rato en los de Mimí.
            -Se me pegaron a las patas, Loco. Ya no me las puedo sacar más.
            El Loco movía la cabeza con las cejas muy juntas, parecía preocupado.
            -¿Con quién andabas, Suela?
            -No andaba con nadie. Andaba solito. Solito, nomás.
            -Por eso…- y ahí el Loco torció el gesto- conviene no andar solo. Acá, en la calle, no podes andar solo... amigo. ¿Ven? Chapita siempre lleva una navaja, porque la calle es muuuy peligrosa. Mostrales, Chapita, mostrales.
            Chapita todo lo que hizo fue palmearse el bolsillo del culo.
            -Por las dudas.- confirmó -Por si me quieren chorear. Si me quieren chorear, me defiendo. Tengo con qué defenderme.
            El Loco lo miró con el ceño fruncido.
            -Pero no te hace falta, ¿no es cierto, Chapita?
            Pareció que Chapita se pensó mejor lo que tenía que responder.
            -No. Porque estoy con mis amigos. Pero siempre la tengo acá… para ayudar a mis amigos- y volvió a golpearse el bolsillo.
            Aquellos pibes le llevaban años a Papa, pero él no era ningún tarado. No le impresionaba nada de lo que ese Loco hacía o decía y mucho menos lo de los otros dos bobos. Estos se creían que porque era chiquito no entendía nada. Pescó cada una de las exigencias y amenazas escondidas y había intentado disimular lo mejor que pudo. Sin embargo, no se engañaba; si el Loco daba la orden, él y Mimí, siendo más chicos, podían salir lastimados. En aquel bolsillo sí había una navaja.
Tomó a su amiga del brazo.
            -le va a avisar a tortuga, si lo vemo- y se alejaron.
            -Sí, sí. Decile. ¡Tranquilo, amigo!- lo oyeron responder y luego unas risas.


Esa misma noche, Papa convenció a Mimí para que se quedara con él.
-Si hoy no vuelvo a mi casa, mañana tengo problema.- le dijo ella.
-cuando vas, también tenes ¿no? no vuelvas nunca y listo.
Ella no contestó y lo siguió. Ya era muy tarde y Papa la llevó a una calle lateral a la estación y a la parte trasera de un puesto de flores clausurado, un lugar mal iluminado y poco transitado. Allí, la alambrada estaba cortada y vuelta a unir con hilos. Tal como Tortuga le había enseñado y como hacía todas las noches, Papa desató y habilitó el paso. Confirmaron que nadie los viera y se metieron. Mientras Papa volvía a atar todo, ella le dijo:
-Tres hermanos míos ya no vuelven a la casa. Hace un par de vueltas que no los veo.
            -hoy quedate aca. aca no viene nadie.
Comieron una pizza fría y tomaron vino de un cartón. Luego, agotados, se echaron boca abajo contra el piso metálico del puente de la estación. La noche era calurosa y la chapa sucia apenas les refrescaba la piel. Mimí apoyaba uno de sus moretones y presionaba con los ojos cerrados. Cada tanto, Papa levantaba la cabeza y espiaba la curva de la vía, por allá al fondo.
            -a la noche pasa un tren.- empezó Papa.
Mimí dio la vuelta y se acostó de espaldas. Él la imitó. Un cielo de verano los esperaba.
-De noche nunca pasa el tren.- murmuró ella. Pero, ¿en qué pensaba realmente? Papa estudió su perfil lastimado y en sombras; trató de imaginarla en su casa, lidiando con esa familia. No pudo. Oler mal, pedir monedas, escaparle al policía, estar solo: eso era todo lo que Papa conocía.
-¿te duele?- le dijo.
-Cuando me lo hace. Después no me importa.
Estuvieron un buen rato en silencio y Papa ya se quedaba dormido, cuando sintió un temblor en la espalda. Se levantó de un salto.
            -¿Qué?- gritó Mimí.
            -¡vamo abajo!
            Vio que aunque ella no entendía, igual lo siguió con el cartón en la mano. Cuando llegaron casi al pie de la escalera, una bocina aulló, el temblor se transformó en traqueteo y el traqueteo en convulsión. El tren nocturno ya tocaba los andenes.
            -¿Quién viaja a esta hora?- preguntó ella, dándole un sorbo al vino.
            -nadie. nunca viaja nadie. este pasa y no para.
            -¡Vamos a ver!
            El rugido de la locomotora sofocó sus voces y pronto la tuvieron al lado. Mimí miraba todo, fascinada, saboreando sonidos y olores, a medida que la invadían con violencia. Papa señaló el interior de los vagones que volaban junto a ellos. Allí reinaba la penumbra, pero esta vez ambos lograron atisbar sombras y contornos de siluetas que se movían. De pronto, Mimí lanzó un aullido, saltó sobre el andén y arrojó el envase de vino, que se estrelló contra el costado del último vagón, haciendo enchastre.
Se despatarraron de risa.


            Pasaron unos días. Papa y Mimí continuaron con sus rutinas, pero cada vez se hacía más difícil esquivar al Loco y su grupo. A veces, los veían del otro lado de la avenida y alguno les mandaba un cabezazo, que Papa contestaba con cara de yonofuí. Nunca pasaron por la plaza, allá, atrás del kiosco, a que los vean y, a la larga, eso tendría un precio. Parecía que los días de yirar solos se estaban terminando.
            Esa tarde, Mimí se acercó corriendo a Papa. La cara pálida, los ojos perdidos, la mandíbula endurecida.
            -Lo ví a él. Vamos. Acabo de verlo.- y lo tomó de la mano. Caminaron ligero.
            -¿a quien? ¿a quien vistes?
            -A mi papá. Me anda buscando. Sabe que siempre ando por acá y, como no volví más, ahora vino a buscarme.
            Papa miró hacia atrás, por donde ella había venido.
            -¿ahonde lo vistes?
            -Allá, en la avenida. Iba… caminaba entre la gente. Me está buscando.
            -¿y te vio?
            Mimí miró hacia atrás, hacía tres o cuatro o cinco noches que no iba a dormir a su casa. Habló con miedo en los ojos.
            -Creo que no.
            El resto de la tarde permanecieron escondidos por ahí, aunque lograron conseguir unos sandwiches y un cartón de vino para la noche. Mimí parecía aterrada, pero en sus ojos Papa creía ver atisbos de una batalla perdida, o como si se le hubiera pegado una melodía fea en la cabeza y no se la pudiera sacar. ¿Estaría pensando en volver a su casa?
            -No conozco otro lugar. ¿Adónde voy a ir?- dijo con la mirada adormecida.
            -si mañana lo vemo e vuelta, subimo al tren y vamos para alla, pal rio. en el tren ya no piden el boleto. un vez conoci a uno que fue para el lado del rio y asi, no se quiso quedar con tortuga, vive alla seguro. yiramos por alla.
Creyeron ver el cielo cubrirse de gris y la ciudad entera vaciarse de sombras. Pero arriba de sus cabezas no había ni una nube y el sol ardía como nunca.


            Esa noche, la oscuridad en la estación habría sido total de no ser por la Luna, que brillaba plena sobre ellos. Su luz fantasmal había secuestrado los colores y los brillos de las vías enceguecían a los merodeadores que a esas horas salían a buscar respuestas.
            Se sentaron en los primeros escalones. Mimí parecía más calmada. Sacó dos sandwiches de la bolsa y empezaron a comer; compartieron el vino mientras masticaban en silencio, al ritmo de la brisa nocturna. Papa decidió que no hacía falta hablar, si ella no estaba de ánimo, si se sentía así de relajada ahí, en la estación de trenes cerrada. Además, no quería perder de vista la vía, allá donde los rieles se curvaban, a doscientos metros y, después de varias noches, Mimí también se había enganchado en el juego, pues el tren nocturno no pasaba siempre.
De pronto las sombras en la estación, que hasta ese momento se habían comportado como estatuas, comenzaron a moverse.
            -¡arriba!- murmuró Papa, poniéndose de pie sin dejar de comer.
            Mimí achinó los ojos.
            -Yo no veo el…
            -es el loco y los demás. ¡dale, subi!
            -¿Cómo puede ser?- Mimí, indignada.
            -es un hijo e puta, eso es lo que es. nos vieron entrar por la alambrada. vamo bien arriba, por ahi no nos vieron.
            Un silbido agudo atravesó la noche. Papa quedó congelado en el lugar por un instante, luego giró, agarrado a la baranda y miró hacia las lejanas vías.
            El tren nocturno se acercaba a la estación.
            Al mismo tiempo pudo percatarse de que sobre ambos andenes caminaban con cierta tensión los pibes del Loco. Serían nueve o diez y se dirigían a paso firme hacia las escaleras; varios, con palos en las manos. Algunos se dieron vuelta al escuchar la bocina.
            -¿Qué onda, Papa? ¿Qué estás haciendo acá, amigo?- La voz aguda del Loco pareció adquirir cuerpo y retumbó de manera siniestra en el cemento roñoso, de tal modo que no se distinguía su origen. ¿Estaba en este andén o en aquél?
            El tren entró en la estación con su retumbo enajenado. Papa mantuvo silencio. Mimí y él se quedaron duros en el último escalón, tras una delgada columna de hierro. No había misterio sobre porqué el Loco estaba allí. Tal vez si se quedaban quietos...
            -¡Amigo!- gritó el Loco. -Te pedí que pasaras por la plaza y no fuiste. ¿Qué onda? ¿Laburás en nuestro territorio y te cortás solito? ¡Eso no se hace, amigo!
            La locomotora ya se acercaba al puente y pareció que Mimí ya no aguantaba más.
            -¡Era el territorio de Tortuga, hijo de puta!
Al escuchar eso, el Loco y los otros se lanzaron corriendo hacia las escaleras. El ruido del tren tapó los golpes de sus suelas cuando comenzaron a pisar los escalones. Papa la agarró del brazo y la arrastró hasta casi la mitad de la plataforma metálica. Quedaron justo encima de la vía por donde el tren estaba a punto de pasar. Enseguida, la ranchada del Loco llegó arriba, a los extremos del puente.
            -¡Subí!- gritó Papa y con rapidez trepó por la baranda para colgarse del lado de afuera, de un brazo y una pierna.
            -¡Qué…- arrancó Mimí, pero ni ella misma pudo oírse. La locomotora ya pasaba a no más de un metro bajo ellos y los pibes corrían en su dirección. Trepó y se colgó.
            Uno, dos, tres vagones y a un grito de Papa, saltaron…
            Abajo, con todo.
Papa se dobló un pie al pegar violentamente contra el techo, el dolor lo desorientó, gritó. Mimí cayó de panza, perdió el aire y nada más. Ambos se aferraron a un saliente que parecía una caja con ranuras. Allí quedaron unos segundos, la vista clavada en la pintura sucia del vagón. Instantes más tarde y pese al estruendo de aquella diabólica locomotora, sintieron un golpe sordo… ¿Lo habían sentido realmente? Fue apenas un susurro y a continuación…
-¡Papa! ¡Hijo de puta!
Papa y Mimí torcieron el cuello y miraron de refilón hacia atrás. El Loco también había saltado. El puente y los pibes, allá clavados, se alejaban cada vez más y ninguno de aquellos pusilánimes se animaría a saltar nunca. El tren dejó la estación a toda velocidad mientras el Loco, varios vagones atrás, se paraba, la cara dura, los ojos desorbitados, intentando caminar hacia ellos: parecía dominado por el terror, logró encontrar un ritmo lento, pero enseguida empezó a acelerar. Pegó el salto, tenso, al siguiente vagón y ganó confianza. Papa y Mimí, con el miedo en sus sucias caras, lo vieron acercarse. Un vagón, otro, otro más. Cuando saltó hacia el que ellos estaban, algo sucedió. ¿Un patinazo? El tren pegó un sacudón salvaje, un espasmo febril, el Loco perdió el equilibrio, agitó el cuerpo, una brazada agónica, salió disparado hacia un costado y desapareció abajo en un suspiro. Si gritó, no fue escuchado.
Papa miró asustado a Mimí.
-¡vamo!- gritó.
La locomotora.
El rugido les llegaba en oleadas abrasivas, junto con el calor y la metálica pestilencia a medida que se arrastraban hacia adelante. Raspaban codos y rodillas, escupían y tosían. El espacio entre vagones fue superado con el mayor de los miedos, pisando en un saliente inferior, agarrándose a otro y ayudándose mutuamente. Al fin, el primer vagón y el enganche con la máquina, unos caños y agarraderas, otros salientes y más bordecitos. Abajo, a menos de tres metros, volaba y retrocedía un suelo de piedritas, pasto y fantasmales durmientes.
Bajaron.
La locomotora tenía un caminito a ambos costados, con barandas de seguridad. Caminaron sacudiéndose como en un baile hacia la pequeña puerta de acceso, Papa con una ligera renguera. La puerta de metal caliente se resistió y por fin se abrió, casi rebota contra la pared de la locomotora, vuelve y les pega en el momento en que entran.
La cabina estaba vacía.
Los olores, los ruidos que inundaban y hostigaban el exterior, allí habían desaparecido. Permanecía un ligero recuerdo de aceite y un murmullo de motores. ¿Cómo era posible? Papa se acercó de un doloroso salto a los controles. Palancas, botones de colores, luces pálidas: no tocó nada. Todo parecía estar vivo, en plena actividad y clara decisión.
En el exterior, accionada por nadie, la aguda bocina lanzó su alarido animal.
Mimí se acercó a una ventanita que había sobre el lado derecho, movió una traba, la abrió. Tenía que estar en puntas de pié para poder asomar la cara, pero no le importó. Papa hizo lo mismo con la de la izquierda. El viento les barrió las caras y se llevó lejos al miedo. El tren no aflojó la marcha y pareció dirigirse hacia parajes más iluminados.
Nunca más los volvieron a ver.